miércoles, 23 de abril de 2014

Alusiones Personales (Parte IV)

(El resquemor de mis aliados II)

Lo de Napoleón es un poco más vago, sinsentidista, lleno de vacíos, y de un desfile de tristes historias cuyo único resultado establecido en su vida fueron los seis intentos de suicidio que lleva hasta hoy. Él es la consecuencia de los decretos, la maldad, la tortura y el poder de la palabra. Lógico,  su madre Anelka  tenía apenas catorce años cuando salió embarazada del papá de su mejor amiga, Sandra. El decrépito Golberg, como le conocían en la granja, tenía una predilección hacia los virginales cuerpos de las niñas del condado. Su plan era simple, tan simple como satánicamente efectivo, invitaba a las amigas de Sandra a su imponente granja a las afueras de Odpor y mientras las pobrecitas adolescentes se saciaban de comida que jamás verían en su casa, Golberg escogía a una al azar, y la invitaba a su salón de trabajo para mostrarle la nueva máquina de diversión que había adquirido en uno de sus viajes a Shakoff. Era una máscara de oxígeno enchufada a una bombona llena de halotano, y él les mentía diciendo que  era un regalo de Zeus y que al inhalar el aire, irían a una nueva tierra de dragones y hechiceros. En parte era cierto, los dragones y los hechizos quedaban tatuados imborrables en la mente de las  niñas. Las dormía, y se les encimaba como una fiera salvaje, pues solo el efecto de la droga duraba quince minutos, lo justo para dos acabadas.  Así duró por tres años, hasta que el hermoso juicio de un cáncer testicular acabaría con la vida del violador, no sin antes hacerlo morder la tierra con dolor, sufrimiento, y gusanos carcomiéndose las llagas de sus entrañas.

Anelka fue despreciada por su familia entera al enterarse del embarazo, nunca le permitieron decir quién era el padre o cómo había ocurrido. Dentro del seno de una familia de mesiánicos ortodoxos, los argumentos son historias sin interés que se lleva el viento de primavera. Obligada a lavar, planchar, cocinar, ordeñar y arrear el ganado hasta el sexto mes de embarazo, y el peor de los castigos que recibía le tocaba los sábados, cuando Don Javish Uret, padre de Anelka y abuelo del niño que aún no nacía, la obligaba a caminar descalza desde el centro de la ciudad hasta la casa, que según una investigación que hice, eran 11 kilómetros y medios, sin obviar los 43 grados de temperaturas y los clavos en el suelo que la esperaban antes de entrar a su cuarto. Todo esto, decía Don Javish, como recordatorio de que: “En mi casa las putas conocerán el infierno”. Desde el momento en que se retrasó su menstruación, hasta el día en que no pudo ocultar más el crecimiento acelerado de su abdomen rebelde, Anelka lloraba todas las noches en su cama, se chequeaba constantemente su ritmo cardiaco, que sin explicación alguna – Al menos para ella -  se aceleraba y ralentizaba a cada rato. Maldecía el fruto de su vientre, y se golpeaba, y señalaba la barriga asegurándole que iba a pagar con cada respiración que tuviese todas las miserias que ella había vivido, eso me lo dijo Napoleón con lágrimas en los ojos el día que terminamos de armar el acto de redención. Las desgracias se visten de muchos colores, y de muchas formas. Algunas son culpas nuestras, otras son cargos espirituales que tenemos encima producto a las maldiciones del árbol genealógico.

Al mes siete no pudo más, después de haber ordeñado a 17 vacas y de haber hecho 40 kilos de queso, el grifo de la maternidad se había abierto en la entrepierna de la joven Anelka, quién con gritos y sollozos hizo el trabajo de parto ayudada por la esclava Tenia, africana de buen corazón, quién le sostuvo la mano mientras brotaba la cabecita del prematuro maltrecho. El final de una tortura, y el inicio de una maldición.

Sietemesino, arritmia cardíaca, líquidos en los pulmones y con una ictericia tan fuerte que cuando Don Javish lo vio por primera vez, sonrió y dijo sarcásticamente: “Viste, fornicaria, que las maldiciones vienen en paquete amarillo”. El doctor de la ciudad, Lars Mellov, dijo que las posibilidades de que el niño se mantuviese con vida en las próximas semanas, eran las mismas que tenía Uruguay de ganarle la final del Mundial de ese año en el Maracaná a Brasil. Anelka no entendió, solo dedujo que eran pocas, debido a la risa burlesca que saltaba de los labios de los dos hombres mayores.

Uruguay ganó el mundial, con aquel inolvidable gol de Ghiggia en el minuto 78, y Napoleón se recuperó milagrosamente. Renació del infierno y sobrevivió a la primera guerra de las centenares que este curioso vaivén espiritual llamado vida le tenía preparada. Dos efectos colaterales quedaron en el organismo de Napoleón. 1) Las incesables convulsiones que le atacaba cuando se enojaba y 2) El írrito deseo de vendetta, hacia los violadores y hacia las madres injustas de la tierra. Par de herramientas que serían punta de lanza para el plan redentor. Anelka cuando cumplió 18, siguió con su guión de Guantánamo, torturando al niño, con electricidad, dietas forzadas de comida, cortes en su cuerpecito, inmersiones en la alcantarilla de la casa y cuando se sentía con ánimo solo lo llenaba de mierda de vaca.

Sufrió Napoleón hasta que cumplió ocho, cuando logró escaparse de la hacienda Javish, no sin antes robarle todas las  piezas de oro que el viejo tenía guardada debajo de la cama en un cofre rojo, el mismo viejo que lo obligó a comer un trozo de carne de gato lleno de gusanos que le valió un mes en la zona de cuidados intensivos. Eran casi 40 piezas de oro y ese hermoso caballo blanco que aún recuerdo con emoción. Tú eras un baúl rebosante de odio y yo un arquitecto de vendetta desempleado y con ganas de trabajar.

Hoy tiene 25, y aunque su estúpido error de elaboración del plan nos tiene aquí, al borde de la horca, mi plan b es superior, está lleno de restitución y justicia.

 Él es la base donde reposo mis demonios, Napoleón Indomable.


Melbor Dysis Nell. (G.H)  

No hay comentarios.:

Publicar un comentario