(El
resquemor de mis aliados II)
Lo de Napoleón es un poco más vago, sinsentidista, lleno de vacíos, y de
un desfile de tristes historias cuyo único resultado establecido en su vida
fueron los seis intentos de suicidio que lleva hasta hoy. Él es la consecuencia
de los decretos, la maldad, la tortura y el poder de la palabra. Lógico, su madre Anelka tenía apenas catorce años cuando salió
embarazada del papá de su mejor amiga, Sandra. El decrépito Golberg, como le
conocían en la granja, tenía una predilección hacia los virginales cuerpos de
las niñas del condado. Su plan era simple, tan simple como satánicamente efectivo,
invitaba a las amigas de Sandra a su imponente granja a las afueras de Odpor y
mientras las pobrecitas adolescentes se saciaban de comida que jamás verían en
su casa, Golberg escogía a una al azar, y la invitaba a su salón de trabajo para
mostrarle la nueva máquina de diversión que había adquirido en uno de sus
viajes a Shakoff. Era una máscara de oxígeno enchufada a una bombona llena de
halotano, y él les mentía diciendo que era un regalo de Zeus y que al inhalar el
aire, irían a una nueva tierra de dragones y hechiceros. En parte era cierto,
los dragones y los hechizos quedaban tatuados imborrables en la mente de las niñas. Las dormía, y se les encimaba como una
fiera salvaje, pues solo el efecto de la droga duraba quince minutos, lo justo
para dos acabadas. Así duró por tres
años, hasta que el hermoso juicio de un cáncer testicular acabaría con la vida
del violador, no sin antes hacerlo morder la tierra con dolor, sufrimiento, y
gusanos carcomiéndose las llagas de sus entrañas.
Anelka fue despreciada por su familia entera al enterarse del embarazo,
nunca le permitieron decir quién era el padre o cómo había ocurrido. Dentro del
seno de una familia de mesiánicos ortodoxos, los argumentos son historias sin
interés que se lleva el viento de primavera. Obligada a lavar, planchar,
cocinar, ordeñar y arrear el ganado hasta el sexto mes de embarazo, y el peor
de los castigos que recibía le tocaba los sábados, cuando Don Javish Uret, padre
de Anelka y abuelo del niño que aún no nacía, la obligaba a caminar descalza
desde el centro de la ciudad hasta la casa, que según una investigación que
hice, eran 11 kilómetros y medios, sin obviar los 43 grados de temperaturas y
los clavos en el suelo que la esperaban antes de entrar a su cuarto. Todo esto,
decía Don Javish, como recordatorio de que: “En mi casa las putas conocerán el
infierno”. Desde el momento en que se retrasó su menstruación, hasta el día en
que no pudo ocultar más el crecimiento acelerado de su abdomen rebelde, Anelka
lloraba todas las noches en su cama, se chequeaba constantemente su ritmo
cardiaco, que sin explicación alguna – Al menos para ella - se aceleraba y ralentizaba a cada rato.
Maldecía el fruto de su vientre, y se golpeaba, y señalaba la barriga asegurándole
que iba a pagar con cada respiración que tuviese todas las miserias que ella
había vivido, eso me lo dijo Napoleón con lágrimas en los ojos el día que
terminamos de armar el acto de redención. Las desgracias se visten de muchos
colores, y de muchas formas. Algunas son culpas nuestras, otras son cargos
espirituales que tenemos encima producto a las maldiciones del árbol
genealógico.
Al mes siete no pudo más, después de haber ordeñado a 17 vacas y de haber
hecho 40 kilos de queso, el grifo de la maternidad se había abierto en la
entrepierna de la joven Anelka, quién con gritos y sollozos hizo el trabajo de
parto ayudada por la esclava Tenia, africana de buen corazón, quién le sostuvo
la mano mientras brotaba la cabecita del prematuro maltrecho. El final de una
tortura, y el inicio de una maldición.
Sietemesino, arritmia cardíaca, líquidos en los pulmones y con una
ictericia tan fuerte que cuando Don Javish lo vio por primera vez, sonrió y
dijo sarcásticamente: “Viste, fornicaria, que las maldiciones vienen en paquete
amarillo”. El doctor de la ciudad, Lars Mellov, dijo que las posibilidades de
que el niño se mantuviese con vida en las próximas semanas, eran las mismas que
tenía Uruguay de ganarle la final del Mundial de ese año en el Maracaná a
Brasil. Anelka no entendió, solo dedujo que eran pocas, debido a la risa
burlesca que saltaba de los labios de los dos hombres mayores.
Uruguay ganó el mundial, con aquel inolvidable gol de Ghiggia en el
minuto 78, y Napoleón se recuperó milagrosamente. Renació del infierno y
sobrevivió a la primera guerra de las centenares que este curioso vaivén espiritual
llamado vida le tenía preparada. Dos efectos colaterales quedaron en el
organismo de Napoleón. 1) Las incesables convulsiones que le atacaba cuando se
enojaba y 2) El írrito deseo de vendetta, hacia los violadores y hacia las
madres injustas de la tierra. Par de herramientas que serían punta de lanza
para el plan redentor. Anelka cuando cumplió 18, siguió con su guión de Guantánamo,
torturando al niño, con electricidad, dietas forzadas de comida, cortes en su
cuerpecito, inmersiones en la alcantarilla de la casa y cuando se sentía con
ánimo solo lo llenaba de mierda de vaca.
Sufrió Napoleón hasta que cumplió ocho, cuando logró escaparse de la
hacienda Javish, no sin antes robarle todas las piezas de oro que el viejo tenía guardada
debajo de la cama en un cofre rojo, el mismo viejo que lo obligó a comer un trozo
de carne de gato lleno de gusanos que le valió un mes en la zona de cuidados
intensivos. Eran casi 40 piezas de oro y ese hermoso caballo blanco que aún
recuerdo con emoción. Tú eras un baúl rebosante de odio y yo un arquitecto de
vendetta desempleado y con ganas de trabajar.
Hoy tiene 25, y aunque su estúpido error de elaboración del plan nos
tiene aquí, al borde de la horca, mi plan b es superior, está lleno de
restitución y justicia.
Él es la base donde reposo mis
demonios, Napoleón Indomable.
Melbor Dysis Nell. (G.H)
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